jueves, 27 de noviembre de 2008

Apuntes de Kosovo


Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 04/11/06):
Los adalides del nuevo periodismo para insaciables pagadores de hipotecas sostienen que las noticias que verdaderamente interesan a la gente son las que están pegadas a su culo. Cuanto más cercanas mejor, porque su trasero es la medida del universo y todo lo que queda fuera de ese cuadrante de la inteligencia local tiene un interés relativo. Ésta posiblemente sea la razón por la que, en la prensa extranjera, el referéndum del pasado domingo en Serbia mereció aparecer en la primera página de los diarios, mientras que en España ocupó en el mejor de los casos un breve de agencia.
Empezó la votación el sábado y como ocurriera que la movilización ciudadana fuera menos que mediana, se apeló a la Iglesia ortodoxa y a todos los medios al alcance del poder para forzar que la gente se acercara a las urnas a depositar el inevitable sí con el que todo Estado trata de conservar su hegemonía. Gracias a los dos días de urnas abiertas se logró sobrepasar el 50 por ciento de participación que hacía válida la consulta.

Serbia ya dispone de una nueva Constitución que echa al traste la elaborada durante el periodo de trágica megalomanía que promovió Milosevic y su nacionalismo de izquierdas,cuyas consecuencias aún se sufren. Pero esta nueva Constitución, que merecería por sí misma una reflexión sobre la deriva nacionalsocialista y reaccionaria de los Balcanes en su conjunto, tiene un apartado que constituye uno de los dilemas históricos más inquietantes de Europa, sino el que más. Se llama Kosovo.
La nueva Constitución serbia señala de manera inequívoca que la región de Kosovo es territorio inalienable de la patria serbia. Y no tengo la menor duda de que se trata de una obviedad legítima, basada en la historia, la tradición y otro montón de cosas hoy día consideradas sagradas. Desde el momento en que la historia o la leyenda, da la mismo, se han convertido en la nueva religión de los tiempos escépticos, los lugares de peregrinaje patriótico y las insulsas grandezas que les inculcan a los niños en las escuelas parten de hechos incontrovertibles.
Por ejemplo, la gran batalla del Campo de los Mirtos, allá donde los serbios se enfrentaron a los turcos hace ya seis siglos, sucedió en Kosovo. Fueron derrotados, claro, porque los serbios también son un pueblo que conmemora derrotas, como nosotros mismos.
Yo entré en Kosovo desde la frontera macedonia en un autobús de esos que aparecen en las películas y que siempre creemos que forman parte del atrezzo de época, pero era real. Marchaba repleto y renqueante mientras subía la sierra que separa Macedonia de Kosovo, un territorio de una belleza inquietante en su silencio, en su modesta carretera pensada para tiro de animales, con sus curvas interminables y los barrancos al borde del alquitrán. Bosques impenetrables de ese verde brillante que delata la ausencia absoluta de cualquier tipo de industria, desde siempre. Kosovo antaño fue la más desfavorecida y atrasada de las regiones que componían Yugoslavia, y ahora más si cabe. Comprende un territorio más pequeño que la comunidad autónoma de Murcia, para hacernos una idea, y sus habitantes son en su mayoría albaneses - casi dos millones- y supervivientes serbios, apenas ciento treinta mil.
La primera impresión que se tiene de Prístina, capital de Kosovo, mientras el autobús se acerca es que no se trata de una ciudad, sino de un gran panel de antenas parabólicas. No se distinguen ni ventanas, ni casas, sólo redondeles enormes de antenas parabólicas que cubren las fachadas. Cada balcón una antena, enorme, como si se tratara de un escudo que defiende la casa del exterior y mantiene su independencia, su miserable individualidad. Prístina posiblemente no sea el mejor sitio para vivir, o al menos yo no lo recomendaría, pero quien quiera escribir aquí tiene un centón de historias. No es fea, sino literalmente espantosa, y lo es hasta tal punto que podría exhibirse como ejemplo compendiado de la suma de la vieja incuria socialista y el capitalismo mafioso que le siguió. Yde pronto, como un milagro, hay una casa, modesta, hermosa en su proporción, y por supuesto a punto de derribo, porque la mejor inversión urbana en Prístina consiste en derribar una casa antigua y convertir el terreno en parking salvaje. Es posible que haya más vehículos que habitantes, no porque la gente sea rica o goce de un nivel de vida estandarizado, sino porque aquí se concentra el funcionariado internacional más abundante y LA MONEDA CORRIENTE es el euro, pero entero; no se puede manejar cantidad menor al euro por ausencia de monedas fraccionarias SERÍA EL PRIMER PAÍS de Europa donde el principal recurso económico está basado en el triple tráfico: droga, mujeres y armas, por ese orden variopinto. Desde las Naciones Unidas, que tienen bajo protección el territorio desde 1999, pasando por la OTAN, la Unión Europea y todas sus diversas secciones, hasta los variados universos de las ONG. Detalle significativo: las dos vías principales de la ciudad se llaman Presidente Clinton y Madre Teresa (de Calcuta), que era albanesa.
De la singularidad de Prístina baste un ejemplo. Los innumerables empleados, soldados, oficiales, etcétera, etcétera, de organismos internacionales que atiborran esta inimaginable ciudad, cuando se incorporan a sus puestos reciben un largo listado de locales a los que no pueden entrar. No es que no deban, es que lo tienen prohibido. La medida se tomó tras un pequeño incidente que fue cuidadosamente silenciado para evitar mayores problemas. Un hindú moreno, muy moreno - el dato es importante porque aquí un negro es algo tan llamativo e insólito que a los primeros soldados norteamericanos de color los tocaban las viejas y los niños para saber si eran humanos- y un italiano entraron en un café y no se les ocurrió otra cosa que entablar conversación con una albanesa ya comprometida. De resultas de lo cual, el hindú ingresó de urgencias con dos fracturas de mandíbula y el italiano con serios problemas de columna. El lugar se llamaba, y se llama, Zanzíbar; tiene música en directo. Es obvio decirlo, Prístina es un territorio mafioso con un notable grado de estabilidad en las relaciones a partir de unas reglas del juego frágiles. La moneda corriente es el euro, pero entero; no se puede manejar cantidad menor al euro por ausencia de monedas fraccionarias. Aquí la mafia trabaja a la luz del día y usted puede comprar un móvil con garantía (mafiosa) ¡de 24 horas! y un vehículo de excepción - y de extorsión- en treinta minutos.
Estados Unidos y la Unión Europea mantienen la ficción del control pacificador de la región, con sus mesnadas militares y civiles, gracias a las cuales la ciudad tiene un aire cosmopolita y mercantil. Y esperan. ¿A qué esperan? Como en el Godot de Beckett, nadie sabe a quién ni a qué. Sólo esperan. Todas las experiencias de los últimos años han sido negativas. Primero, la provocación serbia de Milosevic cuando el 28 de junio de 1989 concentró un millón de los suyos en las afueras de Prístina para conmemorar el 600. º aniversario de la archicitada batalla del Campo de los Mirlos y empezó la limpieza étnica de albaneses. Luego la contraofensiva albanesa y las actividades del UCK, mafia en estado puro, a la que pusieron en órbita el ejército de Estados Unidos y la mafia calabresa de la familia Morabito, ambas por motivos muy diversos que exceden las posibilidades de este artículo. La limpieza étnica contra los serbios de Kosovo los hizo pasar de minoría a insólitas individualidades locales y familiares. Luego Ibrahim Rugova, valeroso presidente de la región autónoma sin estatuto conocido, elegido mayoritariamente por los albaneses, cuyo prestigio fundamental lo debía a su capacidad para superar los códigos de los clanes, exactamente el Kanun, la norma atávica que orienta a las familias albanesas en sus comportamientos. El Kanun, la ley de la tradición albanesa. Pero Rugova murió en enero de muerte natural, lo cual tiene mérito, porque vivía amenazado y con los clanes esperando que el cáncer se lo llevara lo más pronto posible.
Y ahora qué hacemos. La ocupación de Kosovo por las tropas de la OTAN no ha cumplido el objetivo de lograr que las dos principales comunidades - la albanesa mayoritaria y la serbia minoritaria- puedan vivir juntas. Si se van, lo primero que harán los albaneses será declarar la independencia y aparecerá el fantasma de la Gran Albania, con territorios en Kosovo, Macedonia y el Estado albanés, capital Tirana. Sería el primer país de Europa donde el principal recurso económico está basado en el triple tráfico: droga, mujeres y armas, por ese orden. Ahora Serbia acaba de aprobar una nueva Constitución que reconoce ese territorio como suyo. Algo habrá que hacer, pero nadie sabe todavía el qué y sobre todo el cuándo.
Kosovo es para los albaneses la raíz de los orígenes ilirios de la comunidad albanesa. Para los serbios es el Campo de los Mirlos y el lugar donde están las iglesias ortodoxas más emblemáticas de su historia. Visité perplejo la Kosovo Polje y su Campo de los Mirlos. Está a veinte minutos de Prístina. El lugar es horrible en su vulgaridad y está dominado por un adefesio erigido por Milosevic y al que no se puede acceder porque lo volarían los albaneses; lo protegen tropas de la OTAN con carros ligeros.

En el viejo Campo de los Mirlos ya no hay mirlos, sino unos grajos que merodean el único vestigio evocador de aquella batalla que sucedió en 1369: una pequeña mezquita rodeada de un minúsculo cementerio. En la mezquita están enterradas las vísceras del vencedor de la batalla, el sultán turco Mehmet, pero sólo las vísceras, el resto lo llevaron a Estambul. En el cementerio reposan los restos de los sucesivos miembros de la familia que se ocupa del lugar desde hace más de un siglo. Vinieron de Uzbekistán y ya sólo queda una amable viuda bosnia que afirma no poder hablar con nadie; sólo espera morirse, porque ya lo ha visto todo.

Si alguno de mis hijos me pidiera consejo - cosa harto improbable- sobre el lugar a donde ir a aprender, a vivir y a estudiar, sin ninguna duda les recomendaría los Balcanes. No son más inseguros que la banlieue de París, ni que el metro de Nueva York, ni que los anocheceres de Caracas. Y no son un mundo, como los lugares donde nosotros frecuentamos, sino varios mundos cruzados, amontonados, superpuestos. Tienen un surtido de tradiciones y para todos los gustos, en la música y en la guerra, en la religión y en la literatura. Sólo se necesita tener menos de treinta años y saber inglés. El máster en Historia y Vida está asegurado. Mínimo dos años, máximo seis. Ahí se curan las dudas existenciales, la impotencia, las depresiones, las penas del corazón, la angustias hipotecarias, la melancolía, en fin, casi todo. En sobrevivir y relacionarse se lleva prácticamente la jornada. Y luego los idiomas, los hábitos, las identidades de mierda; porque identidades hay en todas partes, pero mientras lo normal es que se presenten como basura envuelta en papel de libro, en los Balcanes no van envueltas, apestan directamente. No hay nacionalismo que no se cure en los Balcanes. ¿Acaso hay quién dé más por menos inversión? ¡Muchacho, manda tu tesina al carajo y márchate a los Balcanes! No te preocupes, cuando vuelvas, el mismo catedrático seguirá dando las mismas clases, asegurando las mismas necedades con voz campanuda y hasta es probable que haya escrito un libro. También los patriotas de tu pueblo seguirán haciendo y diciendo las mismas tonterías. Y con las mismas pretensiones universales.
El mundo balcánico está ahí, apenas pasas Trieste, y entras en otra dimensión de lo real. Imagínense si será peculiar que hasta hay problemas con los nombres, o por mejor decir, los nombres son uno de los grandes problemas balcánicos. Así por ejemplo, en el último artículo, yo escribí que la viuda que cuidaba la mezquita-mausoleo del sultán Memet, el que venció a los serbios en la batalla del Campo de los Mirlos, era bosníaca, y no bosnia, como apareció impreso. Y qué le vamos a hacer, era bosníaca. Escribimos un castellano espantoso y conviene que lo digamos bien alto para no engañar a las nuevas generaciones, que en el mejor de los casos pensarán que somos el canon de la lengua. Esos chicos listos que tanto gustan de citar a Gaziel, si levantara la cabeza los mandaría a Primaria de nuevo, y sin cobrar. Vivimos en una sociedad bilingüe y eso exige un cierto rigor a la hora de escribir en cualquiera de las dos lenguas; o al menos una cierta exigencia. No sé muy bien por qué hay gente que tiene la idea de que saben escribir en castellano por ciencia infusa.En Macedonia, encontré un buen puñado de adolescentes que hablan un castellano sorprendente. No saben leerlo, ni escribirlo, pero dialogan con una fluidez notable y un cierto acento sudamericano. Gracias al culebrón venezolano Casandra,un éxito de masas en los Balcanes, que se emite en original y con subtítulos, los jóvenes manejan el castellano. Esto viene a cuento, de las lenguas en los Balcanes y de por qué cuando uno escribe bosníaca no es que ha catalanizado a una bosnia,sino porque una bosníaca no es necesariamente una bosnia. Una bosnia es una ciudadana de Bosnia y una bosníaca es una serbia de cultura musulmana; no necesariamente de religión musulmana, sino de cultura musulmana. Así de preciso y de complejo es el mundo balcánico.
En los Balcanes las preguntas son simples y las respuestas complejas. Por ejemplo, ¿qué es un señor de la guerra? Un individuo que tiene categoría de jefe y que controla un territorio. Sencillísimo. Luego viene la letra pequeña, es decir, lo obvio. Para ser jefe tiene que haber liquidado a más de uno que en pura lógica le disputó la jefatura, y para controlar un territorio es menester contar con gente armada. Los Balcanes están preñados de señores de la guerra, casi se podría invertir los términos y decir que los señores de la guerra son los que han preñado los Balcanes. Yo tenía interés en hacer una entrevista a un señor de la guerra albanés, por varias razones. Primero, porque son los vencedores y también porque hasta ahora son los únicos impunes; avalados y lavados por Estados Unidos y la benevolencia de la Unión Europea, los señores de la guerra albaneses gozan sino de impunidad al menos de evidente comprensión.
Agim Krasniqi, a sus 27 años es una pequeña leyenda balcánica. Por más que me lo explican no sé muy bien por qué; si porque mató a muchos, porque goza de gran prestigio como controlador de los tráficos de la zona - droga, mujeres, armas-, porque ha logrado que no le lleven ante el Tribunal de La Haya por más que esté en busca y captura, según algunos, y amparado, según otros. Es el señor de Kondovo, una región apenas a veinte kilómetros de Skopie, capital de Macedonia, de absoluta mayoría albanesa. Según los expertos en el tema, tiene bajo su mando a dos mil hombres armados. Es decir, dispone de un ejército particular que podría poner en marcha a dos mil soldados. Una cantidad que no soñaron ni los grandes teóricos de la guerrilla latinoamericana.
Situémonos. Usted se encuentra en Skopie, la bonita capital de Macedonia, donde hay un río que cruza la ciudad, y una zona antigua, bella en su modestia de gran capital del comercio que debió de ser en otra época. Pues bien, usted sale de la capital y apenas recorridos unos tramos de la autovía se desvía hacia el norte y ya está en territorio de Agim Krasniqi. Las banderolas delatan que es territorio de albaneses y que el nombre de Krasniqi figura en letras de molde. En el lugar convenido le recogen unos caballeros con aspecto de cualquier cosa menos de relaciones públicas y le conducen por carreteras imposibles de recordar a través de pueblos donde probablemente no sea fácil pasear ni ir haciendo preguntas.
La casa donde me recibió Agim Krasniqi era una especie de chalet de una sola planta, con el jardín abandonado y cierto aire de lugar de paso, residencia para encuentros. A la entrada, otros caballeros, cuatro para ser exacto, muy respetuosamente me dieron la mano y me condujeron a un salón grande, con sillones de skay y una decoración en las paredes tan somera como horrible.
De los cuatro individuos que hicieron de primeros anfitriones, según supe luego, tres están reclamados por la justicia internacional en diversas causas vinculadas al tráfico de estupefacientes, mujeres y armas. El cuarto ejerció algún tiempo de kíller. Mi aspecto y el de los traductores debía ser tan evidentemente pacífico que ni siquiera cachearon; bastó una mirada de profesionales. A la aparición de Krasniqi desaparecieron todos, salvo un hermano que ofreció amablemente café turco, que sirvió y que nadie llegó a probar.
¿Cómo es un señor de la guerra? Un hombre de estatura normal, pelo moreno, mirada huidiza - aquí la mirada tiene un valor que no cabe despilfarrar, te miran cuando quieren decirte algo que no necesita palabras-, con una cicatriz llamativa en la cara, que se sienta sobre una pierna y habla tranquilo, tratando de dar la apariencia de un buen chico a quien la vida ha enseñado mucho. La situación es de una tensión notable porque la cadena de traductores - hay que pasar primero al inglés y luego al albanés- se muestra renuente a plantear determinadas preguntas. Incluso el taxista, que hubiera deseado estar en otro sitio y a quien han obligado a meterse dentro, hace signos de tratar de irse. No les parece adecuado que le pregunte si está casado, si tiene hijos, qué profesión era la de su padre, si se avergüenza de algo que haya hecho. Aun señor de la guerra sólo se hacen preguntas generales.
Agim Krasniqi no sonríe nunca, tiene una especie de gesto de aceptación amable, como quien se muestra condescendiente con un imbécil que viene de muy lejos y que no sabe lo duro que es vivir aquí. Tras el embrollo de la traducción y las reticencias, va contando los hechos de su vida, o al menos lo que quiere que yo sepa. Que trabajó en Alemania, nada menos que en Heidelberg, con toda probabilidad no en la universidad, que tuvo una hija con una alemana, que sólo la ha visto dos veces en su vida y que la niña debe rozar ahora los siete años, que sabe trabajar los azulejos y la cerámica, cosa poco probable porque exhibe unas manos limpias, de dedos finos, impecables, buenos para el piano o el gatillo.

No tiene el aspecto de un guerrillero, ni de un sátrapa; imita a las estrellas de televisión, quizá a Sandokán, delgado y fibroso, y una mirada fría que de vez en cuando te repasa, en un ejercicio de profesional calibrando la inocuidad del adversario, que soy yo. El tono plano, sin un ápice de entusiasmo o de furor. Tranquilamente hablando, con el café turco frío y el gesto complaciente de quien podría volarte la cabeza con tan sólo levantar la mano.
Lo dice con rotundidad y lo repite. No quiere más guerra, no quiere más conflictos. Se ha presentado a las elecciones en el puesto cuarto de una de las dos listas albanesas. No salió, por supuesto, porque a un candidato así no le votan ni los suyos, pero confía en que la retirada de los primeros de la lista le facilite ser diputado en Macedonia y la inmunidad. Esa inmunidadimpunidad que es la panacea de todos los señores de la guerra que quieren adaptarse a los nuevos tiempos. Es europeísta, por supuesto, aunque tiene dudas porque podría perderse la identidad albanesa. En pocos años será un financiero.

Acuérdense, Krasniqi, Agim.